lunes, 17 de marzo de 2008
La grandeza de lo simple
A veces la vida se desliza tan rápido que ni nos damos cuenta, y parece una maratón. Todos corremos sin otra meta que la propia autodestrucción, y quedamos cansados, emanando en cada gota de transpiración un pedazo de lo que fuimos, algún sueño, una meta, un ideal.
Y ciegos, como murciélagos, de día y de noche, no vemos. Tampoco escuchamos. O, lo que es peor aún, no nos vemos ni nos escuchamos. Ni siquiera nos cuestionamos acerca del porqué de nuestra existencia, ignoramos que ese es el interrogante que nos da la vida, el que nos reafirma como seres humanos, el que nos hace levantarnos cada día; aún cuando carezca de una respuesta fundada en la Razón o roce lo mítico/místico.
A menudo, cuando nos dedicamos a correr, nos olvidamos de lo pequeño y simple de la vida, que a la vez es lo realmente dotado de grandeza. De esos instantes breves que Sábato convoca a valorar en "La resistencia", porque sólo a través de ellos tendremos acceso a la eternidad, que es lo absoluto e inabarcable: una charla con seres queridos, un libro que enaltezca el alma, una canción que provoque inexplicables sensaciones, escribir aquello que sentimos y que nos pasa. Momentos que llegan a ser perpetuos para nuestra mente. Alcanzar la libertad y la eternidad en la fugacidad de las horas que pasan, tal debería ser nuestra tarea, y en los tiempos que corren no es precisamente sencilla, cuando todo es y no al mismo tiempo.
El hombre cree que si corre rápido tomará carrera y alcanzará el vuelo. Cuando era chica creía que subiéndome a las sillas y lanzándome al vacío podría volar. Hoy comprendí que ese es privilegio de otra especie, y me contento con contemplar la grandeza de nuestro cielo. Y vuelo, cuando mi imaginación alcanza niveles esperanzadores (es cuando me creo libre). Es cuando dejo de concebir a mi paso por este mundo como una agobiante maratón, ya que hay demasiado para ver, para percibir, para saber, para amar y para armar. Y hasta un viaje en colectivo me parece fabuloso. Siempre me gustó el olor a colectivo (vaya a saber a qué me remite ese aroma tan cotidiano), y disfruto de mirar el cielo escuchando "In the light", uno de mis temas de cabecera. Tres de mis sentidos activados, un poco de eternidad, en un instante banal e inevitable por demás.
domingo, 16 de marzo de 2008
Cuando el consumismo nos consume
“El déficit de compañía personal sin fácil solución en el universo de las personas se suple con la cuantiosa incorporación narcicista de los objetos, metamorfoseados en amables reflejos de uno mismo”*.
La reflexión, perteneciente al escritor español Vicente Verdú, pretende ser un disparador defensivo del consumismo como atenuador de la sensación de angustia y depresión prevaleciente en los seres humanos de nuestro tiempo. La práctica vendría a generar relaciones estrechas entre sujetos y objetos, en el momento en el que aquellos se ven imposibilitados de alimentar sus relaciones interpersonales en la vorágine del mundo actual.
El texto, demasiado simple para mi gusto (tratándose de un tema tan complicado), pretende desmitificar esta cuestión y no tomarla como una problemática, y hasta plantea relaciones de amor entre compradores y objetos comprados.
A esta altura, nadie podría negar que adquirir ciertos bienes y servicios hacen a nuestra vida más fácil y más rica. Algunos, prefieren los libros. Otros, la música. Y otros, la ropa o artículos tecnológicos. Pero de ahí a decir que las recaídas anímicas que sufrimos podrían sanarse mediante súbitas compulsiones a la compra, hay un trecho.
En principio, considero que las relaciones afectivas con estos objetos duran demasiado poco. Sí, podemos estar chochos por tener una televisión en nuestra habitación. Pero… ¿qué viene luego? Queremos un DVD, mejores parlantes, o una computadora. Eso es el consumismo. El adquirir objetos continuamente hace también que no podamos recuperar el sentido de la adquisición anterior.
En segundo lugar, el consumismo es uno de los resultantes del desequilibrio, de la desigualdad, de que algunos están “dotados” del poder adquisitivo del que otros carecen. De todos modos, vale aclarar que no siempre la gente que más tiene es la que posee ese… no sé cómo llamarlo. No le diré trastorno porque me parece un término demasiado negativo. Pongámosle, tendencia. De hecho, hay estudios que revelan que el consumismo afecta tanto a ricos como pobres. Algunos sueñan con tener acceso a determinados bienes, otros finalmente acceden pero ganando su pan con sangre, sudor y lágrimas. Que un joven carente de recursos para alimentarse saludablemente se desviva por unas zapatillas espeluznantes sólo por pertenecer a un grupo de pares, no me parece una conducta positiva.
De manera un tanto más catastrófica podría decirse también que el consumismo azota nuestros recursos naturales. Los espacios verdes, los territorios vírgenes, las selvas; todo eso disminuye para dar espacio a grandes centros comerciales, fábricas, gente, casas. El consumo es el motor del mundo y eso está claro. Pero una cosa es el consumo. Otra es el consumismo.
Verdú finaliza su artículo con un interrogante: “¿Cómo negar que el mundo en donde vivimos se compone cada vez más no de seres humanos, animales o plantas que nos importan sino de una boyante especie de objetos bellísimos y, a menudo, tan seductores y complacientes que la existencia iría apagándose si, como los más obstinados proponen, desaparecieran o los ahuyentaran de nuestro alrededor?”. Objetos bellísimos, sí. Pero, al mismo tiempo, sólo eso: objetos. Objetos que no podrían ni podrán reemplazar otras “cosas” mucho más bellas, seductoras y complacientes que el mundo tiene para ofrecernos, como los animales. O las plantas.
*”No es pecado ser consumista”, Vicente Verdú. Clarín, jueves 13 de marzo de 2007.
INSIDE
Luces, cerveza, música: los ingredientes eran los mismos que los de cualquier fiesta. Las horas se desenvolvían en charlas más o menos fútiles con amigos, bailes desenfrenados y fracasados intentos de seducción al sexo opuesto. Algo alteraría la normalidad de esa noche. Fue cuando la vio: estaba hermosa, y su piel blanca y tersa completaban la invitación para recorrerla, acariciarla, abrazarla. Escuchó su voz y era más dulce que otrora, vio sus ojos y escondían misterios infinitos, y su cintura era aún más diminuta.
La abominable resaca del día siguiente no atenuó sus deseos, y se despertó con la sensación de estar a su lado. El aroma a jazmín que penetraba por la ventana no hacía más que reforzar las patadas de su memoria y revivió aquellas tardes de mate afuera como rito compartido. Su cerebro no cesaba de enviarle información relacionada con ella. Repasaba sus olores, su contorno, sus gestos y movimientos.
“¿Cómo la pasaste anoche?”, interrogó el amigo del primer llamado del día. “Bien, me agarré una curda tremenda”, respondió. Y la charla continuó como continúa cualquier charla telefónica con un partenaire de aventuras, pero esta vez sin hacer alusión a su estado mental (¿o interno?).
Sólo allí comprendió que la seguidilla de acontecimientos que se daban en concreto no era más que un relleno, un escenario, y que detrás del telón se ocultaba la verdadera vida, aquella que se presenta en algún sector de nuestra psiquis bajo la forma de recuerdos (a veces mentirosos), de deseos (a veces insatisfechos), de sentimientos (a veces confusos). Que esos recuerdos después se vuelven recuerdos ("esta música me recuerda al momento en el que me puse de novia con Fulanito", lo cual en realidad remite al recuerdo de ese momento), que cuando esos deseos se concretan aparecen otros o bien dejan el signo de algún sentimiento. Que la verdadera vida transcurre adentro, aún cuando logramos materializarla para que otros la comprendan o nos ayuden a comprenderla. El gran Luca lo dijo: “Real life is inside”.