domingo, 16 de marzo de 2008

Cuando el consumismo nos consume


“El déficit de compañía personal sin fácil solución en el universo de las personas se suple con la cuantiosa incorporación narcicista de los objetos, metamorfoseados en amables reflejos de uno mismo”*.

La reflexión, perteneciente al escritor español Vicente Verdú, pretende ser un disparador defensivo del consumismo como atenuador de la sensación de angustia y depresión prevaleciente en los seres humanos de nuestro tiempo. La práctica vendría a generar relaciones estrechas entre sujetos y objetos, en el momento en el que aquellos se ven imposibilitados de alimentar sus relaciones interpersonales en la vorágine del mundo actual.

El texto, demasiado simple para mi gusto (tratándose de un tema tan complicado), pretende desmitificar esta cuestión y no tomarla como una problemática, y hasta plantea relaciones de amor entre compradores y objetos comprados.

A esta altura, nadie podría negar que adquirir ciertos bienes y servicios hacen a nuestra vida más fácil y más rica. Algunos, prefieren los libros. Otros, la música. Y otros, la ropa o artículos tecnológicos. Pero de ahí a decir que las recaídas anímicas que sufrimos podrían sanarse mediante súbitas compulsiones a la compra, hay un trecho.

En principio, considero que las relaciones afectivas con estos objetos duran demasiado poco. Sí, podemos estar chochos por tener una televisión en nuestra habitación. Pero… ¿qué viene luego? Queremos un DVD, mejores parlantes, o una computadora. Eso es el consumismo. El adquirir objetos continuamente hace también que no podamos recuperar el sentido de la adquisición anterior.

En segundo lugar, el consumismo es uno de los resultantes del desequilibrio, de la desigualdad, de que algunos están “dotados” del poder adquisitivo del que otros carecen. De todos modos, vale aclarar que no siempre la gente que más tiene es la que posee ese… no sé cómo llamarlo. No le diré trastorno porque me parece un término demasiado negativo. Pongámosle, tendencia. De hecho, hay estudios que revelan que el consumismo afecta tanto a ricos como pobres. Algunos sueñan con tener acceso a determinados bienes, otros finalmente acceden pero ganando su pan con sangre, sudor y lágrimas. Que un joven carente de recursos para alimentarse saludablemente se desviva por unas zapatillas espeluznantes sólo por pertenecer a un grupo de pares, no me parece una conducta positiva.

De manera un tanto más catastrófica podría decirse también que el consumismo azota nuestros recursos naturales. Los espacios verdes, los territorios vírgenes, las selvas; todo eso disminuye para dar espacio a grandes centros comerciales, fábricas, gente, casas. El consumo es el motor del mundo y eso está claro. Pero una cosa es el consumo. Otra es el consumismo.

Verdú finaliza su artículo con un interrogante: “¿Cómo negar que el mundo en donde vivimos se compone cada vez más no de seres humanos, animales o plantas que nos importan sino de una boyante especie de objetos bellísimos y, a menudo, tan seductores y complacientes que la existencia iría apagándose si, como los más obstinados proponen, desaparecieran o los ahuyentaran de nuestro alrededor?”. Objetos bellísimos, sí. Pero, al mismo tiempo, sólo eso: objetos. Objetos que no podrían ni podrán reemplazar otras “cosas” mucho más bellas, seductoras y complacientes que el mundo tiene para ofrecernos, como los animales. O las plantas.

*”No es pecado ser consumista”, Vicente Verdú. Clarín, jueves 13 de marzo de 2007.

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